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Viaje al corazón de la neblina


 


Por: Martín Dircio 

Escribo esto con un nudo en la garganta y otro formado por los dedos (para que no vuelva a ocurrir otra situación igual).

Casi a las 11 de la noche hicimos una peregrinación con mis compañeras hacia el corazón de la neblina, el motivo; avisar a las niñas y niños que su viaje programado para las 6 de la mañana del día siguiente acababa de ser cancelado.

Las primeras y frías lágrimas habían caído junto al sereno en nuestras cabezas cuando subimos a la azotea para recibir la llamada donde nos comunicaban la triste noticia teniendo que interrumpir el recorte de gafetes. Hacíamos recepción de la llamada al mismo tiempo de la recepción de milpas recién cortadas que serían parte del escenario al otro día.

La siguiente ronda de lágrimas, que en lo sucesivo se repitieron en cada patio, cayeron en casa de un niño que estuvo enfermo de gripa la semana anterior y que no escatimó en cuidados para poder participar. Días antes fuimos a buscarlo para que huellara documentos de permiso de imagen. Su mamá no estaba en casa, había ido a ver a la abuela por fruta para su desayuno.

Seguimos por calles, algunas oscuras, casi todas en malas condiciones y todas cubiertas de neblina y varios perros guardianes de sus humanos. 

En la siguiente casa, al fondo de un callejón, se asomó sorprendida (como fue cada escala que hicimos por la mencionada hora) la madre de otra niña que simplemente dijo; “pues ni modo, ya nos engañaron”, e indicó a su niña que a esa hora tendría que hacer su tarea, pues el permiso de no acudir a la primaria al siguiente día quedaba invalidado.

Procedimos la peregrinación con lámparas de celular en vez de veladoras y con profunda devoción oramos porque las niñas y niños no perdieran la fe en el arte y sus atributos.

Dos niñas estaban en la siguiente parada, sonrientes como siempre, abrieron la puerta y dijeron que su mamá no estaba. Tuvimos que darles la noticia directamente. Sólo sonrieron incrédulas y tuvimos que repetir la noticia tres veces, creyeron un poco cuando una madre de familia que nos guiaba -como Virgilio a Dante en el octavo círculo; el de los mentirosos-, les dijo que la mala nueva era cierta. Simplemente cerraron la puerta sin decir más, aún sin creerlo. 

Seguimos el camino como almas en pena casi a la media noche.

Frente a otra casa vimos cuando una niña llegaba a prisa y entraba con una bolsa de duraznos. Sí, eran para el camino. En dicha casa había muchas personas, entre ellas, tres niños que estaban confirmados para el viaje. Les dimos la noticia. Con mirada al piso dijeron que justo estaban alistando todo para dormir tranquilos.

Retrocedimos una calle para avisar a otros dos niños. Tocamos la puerta ya cerrada y se asomó un niño risueño. Le pedimos que avisara a su mamá para que se asomara. La señora bajó las escaleras, con sonrisa casi obligada, pues ya se imaginaba la situación. Nos volteamos a ver con las compañeras como en cada casa para ver quién tenía desamarrado el nudo de la garganta y pudiera comunicar el negativo mensaje que obtuvo la siguiente respuesta: “ya son dos con esta, apenas nos cancelaron un viaje de un proyecto de señoras, nomás ya no mandaron el carro”.

Como poniendo más sal en la herida mudamos el mensaje a la casa vecina. Después de recibir el dato la señora amablemente nos invitó pozole. ¿lo merecíamos? Con la misma amabilidad nos negamos a recibirlo. En casa nos esperaban unos tacos que la mamá de otra niña nos envió porque supo que teníamos mucho trabajo con los preparativos del viaje. Y repito la pregunta ¿los merecíamos?

Por otro callejón llegamos a un patio donde dos hermanas preparaban su mochila de viaje. Su madre nos invitó a entrar, pero aún faltaban casas por visitar. Las niñas, detrás de su mamá y con ojos de sorpresa simplemente corrieron mientras decían: “hay que hacer nuestra tarea”. 

Nos reincorporamos a la calle. Aún no terminaba la procesión de la vergüenza. 

Fuimos aún a las casas más lejanas y por el camino más oscuro para llegar única casa donde tuvimos que despertar a la familia para darles la misiva. Tardaron un poco en salir y recibir el mensaje de “malas noches”. 

La señora cerró la puerta y la comitiva continuó bajando la calle de terracería y melancolía. Entre plátanos y tlanipas.

En la penúltima vivienda la única luz que alumbraba la calle era de un foco amarillo que atravesaba los carrizos de la cocina. En el comal estaban listos, como los números artísticos que se presentarían al otro día, los itacates que preparaba para el viaje la mamá de la niña más tímida del grupo. Después de recibir el mensaje escuchamos cómo dijo: “ya no vas a ir, mijita”.

Y el nudo en la garganta se apretó más, asfixiando los derechos culturales de esta infancia.

La última casa fue la de la misma señora que no acompañaba. Ella estaba enterada, pero no su hijo. Cuando nos aproximábamos a la puerta el niño se asomó y ella nos dijo: “mi niño ya había arreglado su mochila y comprado nísperos para comer en el camino”. 

El nudo dio su último estirón lastimándonos como a un pobre marranito amarrado a un ciruelo y dejando marca en la memoria como la riata marca el cuello porcino en estos pueblos de la Montaña.

Como a todo el grupo le dijimos al niño: nos vemos mañana en clases normales, ya no iremos al viaje. Una maestra le dio una palmada en la espalda y le dijo: “te queremos mucho”.

Agradecimos a nuestra guía con la que subimos y bajamos lomas formando un equipo de cuatro personas como cuatro letras tiene la palabra P-E-N-A. Fuimos un caligrama humano y nocturno que no hizo ofrenda al sol, si no a la luna que por pena ajena se escondió tras la neblina.

Entramos a casa echando un último vistazo a la solitaria calle. A pesar del cansancio nos quedamos sin sueño.

La combinación de la negra noche y la neblina blanca había teñido nuestro corazón de gris.


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