Vivir a destiempo
Por: María Eugenia Mora / periodista
Gloria
se sentó en la cama para tomar el té que había preparado su mamá. Un poco
aturdida cogió la taza y se quedó mirando hacia la nada. Sus pensamientos eran
como dos remolinos que sacudían violentamente su cabeza.
-Anda
tómate eso de una vez que mañana viene don Lupe y quiero que estes buena y
sana.
-Pero
yo no quiero… estoy bien… apenas y conozco a ese señor.
-Ese
señor como dices, compró nuestra máquina de coser y otras cosas que nos hacían
falta.
A
punto del llanto, bebió todo el contenido del pocillo, el dolor por la
menstruación se confundía con la angustia que sentía por dentro. Habían pasado
un par de meses cuando la regla le llegó por primera vez, desde entonces ya no
fue a la escuela, iba en quinto. Apagó el quinqué, se acostó boca abajo para
ahogar las lágrimas. Era una noche especialmente cerrada y sofocante,
presagiaba su destino.
-
¡Levántate! ve por leña y pon el fogón para hacer las tortillas, no tarda en
llegar el patrón para almorzar.
Gloria
se salpicó un poco de agua en la cara y se alisó el cabello. Apenas comenzaba a
aclarar y sentía que no había dormido nada. Obedeció sin chistar. A eso de las
once, doña Agus ya tenía todo listo: caldo de gallina, tortillas recién hechas
y frijoles de la olla. El patrón llegó con un poco de queso fresco, le
sirvieron primero. En la mesa nadie hablaba. Después de un rato don Lupe le
dijo al señor Jerónimo que le iba a prestar un pedazo de terreno para que
sembrara su maíz y que había mucho trabajo, que faltaba chapear del lado de
Santa Lucía, en el Palenque y rumbo a la poza. También capar los toretes que ya
estaban en tiempo para engorda.
-Si
don Lupe, voy con el Vicente y el Román para abarcar un buen pedazo de lo que
falta. Patrón le encargo a mi´ja… La indiferencia y el silencio fueron la
respuesta.
Con la
mirada aletargada y agachada, Gloria se levantó y salió un momento para dejar
que el aire fresco le diera en la cara. Tras ella, apareció su mamá y le ordenó
que recogiera sus cosas.
Eran
las tres de la tarde. La pequeña caja de cartón y un morral fueron sujetadas a
las ancas del caballo. Gloria iría caminando, porque no sabía montar.
2
Diego
ya tenía un año. Estaba bastante gordito, a veces su papá don Lupe, lo paseaba
a caballo para que se durmiera. En el día las cosas pasaban sin mayor contratiempo,
pero llegando la noche todo se hacía más pesado. Había veces que él se iba por
semanas y Gloria tenía que cuidar a los otros hijos de él con la Meche a quien
se la habían llevado lejos para que no contagiara a la gente del rancho.
Indefensa,
domesticada, pasó el tiempo. Tres hijos eran el producto de una relación
insana, casi violenta. El macho sin mediar palabra se subía sobre ella, en un
acto casi salvaje, bestial, sin ternura, ni afecto, solo el deseo de poseer un
cuerpo que no se había desarrollado por completo. Al principio él disfrutaba
los pequeños senos de una niña amamantando a otro niño y que le decía mamá.
Ahora, después de tres hijos, quien sabe. Vivir a destiempo fue el destino que
le impusieron sus padres. Su mamá veía un futuro asegurado con un “yerno” que
era mayor que ella.
Menos
de lustro había sido suficiente para Gloria. Sufría en silencio, sin quejarse
por esa vida que no había elegido. La distancia con don Lupe era cada vez
mayor. Con la promesa de que estaría mejor, cuando Diego cumplió los tres
añitos su papá se los llevó a la cabecera municipal, ahí los instaló en un
cuarto. A veces no había comida, no había sonrisas, no había nada que a Gloria
la hiciera un poco feliz. A veces uno de los sobrinos de don Lupe le llevaba un
poco de dinero.
La
niña inocente se desdibujó por completo. Los juegos con sus hermanos en el
potrero eran cosa de un pasado que veía como si nunca hubiera ocurrido. Los
recuerdos no bastaban para hacer más soportable el aquí y el ahora. Nadie de su
familia había ido a buscarla después de que se vino al pueblo. En completa
soledad ella y sus tres hijos esperaban a que don José Guadalupe se acordara
que había engendrado tres seres que pedían comida y atención.
Asustada,
llena de la ira acumulada a lo largo de estos años, su ser gritaba libertad y
le exigía que autoproclamara un milagro. Eso es, no tengas miedo, decía para
sí.
La
noche fue más calurosa de lo habitual, Gloria no podía pegar el sueño tomado la
decisión. Sin nadie a quien poderle contar, a la mañana siguiente, muy temprano
alistó a sus hijos, la más pequeña llevaba su almohada que era como un fetiche
para poder dormirse. Se dirigió a la casa de doña Lucía, la única conocida que
tenía.
-Buenas
doña Lucía. Usted me hiciera el favor de cuidar un rato mis niños y luego vengo
por ellos.
-Pero
están muy chiquitos, yo no sé qué les gusta o qué tal si chillan y no hallo
como entretenerlos.
- Por
favor, no han comido casi nada, voy a buscar trabajo regreso en un rato.
Iba
con una bolsa grande que dejaba ver sus pocas pertenencias, tenía el cabello
recogido, bien peinado con una larga trenza que la hacía ver más grande de lo
que en realidad era. Tranquila, sin despedirse de los niños, caminó con pasos
firmes hacia la puerta, sin voltear y sin despedirse se alejó dejando una
sensación de tristeza. Esa fue la última vez que doña Lucía vio a Gloria.
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