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Los niños de Ayahualtempa


La cancha deportiva de la comunidad se llenó de risas. 40 niños que se alistaron a las filas de la policía comunitaria de Ayahualtempa, municipio de José Joaquín Herrera el pasado 10 de abril habían dejado por unos instantes las escopetas que cargan en sus espaldas para recoger los dulces que caían de las piñatas al pavimento.

Para acceder a esta comunidad se toma un atajo de terracería que toma 15 minutos en recorrer con automóvil. Los habitantes lo transitan para comprar sus alimentos o para comercializar su ganado y siembra. No atraviesan la entrada a la localidad de Atzacoaloya, municipio de Chilapa de Álvarez -pese a ser la entrada principal- porque está cercada por miembros del crimen organizado.

A unos cuantos metros se encuentra la comunidad El paraíso de Tepila, cuyo número de habitantes según datos de internet, era de 47 personas hasta el 2019 cuando las familias dejaron sus pertenencias huyendo del ataque armado que inició el grupo criminal conocido como “Los Ardillos” para ingresar a ese territorio. Ahora es una “ciudad fantasma”, casas deterioradas con impactos de bala, quemadas, derrumbadas, desordenadas. 

En los cruceros donde el presidente de la república, Andrés Manuel López Obrador ha afirmado en sus conferencias por la mañana debería haber retenes militares, no habían. 


El domingo 02 de mayo, dos días después de que México celebró el Día del Niño, llegaron juguetes sencillos, pelotas, papalotes, piñatas a través del centro de derechos humanos de la Montaña Tlachinollan. Las madres y las hermanas de aquellos niños que la violencia obligó a convertirse en policías comunitarios observaban desde las escalinatas como se abalanzaban sobre aquellos caramelos que llovían del cielo. Con el tiro de gracia que asestó uno de los menores, una lluvia de golosinas cayó de las ollas de barro.




Un grupito de adolescentes jugaba a encestar una pelota de basquetbol a lo que queda de una piñata. Las madres platican y cargan a los bebés, los perros se muerden y corretean. En la esquina, los policías, los adultos, van contando los juguetes para comenzar a repartirlos. Más allá, en donde pega el sol, otro grupo de menores se sientan a disfrutar los caramelos; uno expulsa: “compañero si usted quiere puede regalarme ese dulce, si usted cree en Dios, él se lo pagará”.



Los adultos también sonríen, aplauden, se comparten los dulces. Se habían convertido en niños también. El mundo de las armas, de las escopetas sencillas pero útiles para matar se mezcla con el columpio, con la resbaladilla, con el carrusel. 

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