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Anhelo


 

Por: Liana Pacheco / Licenciada en Administración de Empresas y escritora por pasión

Las llamas son bonitas porque no tienen orden.

Y el fuego es bonito porque todo lo rompe

Rosalía

PARTE I. BEGONIA

—A la fragilidad y oscuridad del universo, que todo lo contempla, pido bendecir este ritual.

Acercó un trozo de palo santo a la flama de una vela negra. Sus ojos se concentraron en prolongados segundos en el movimiento del fuego que coronaba la vela: inquieto, brillante, poderoso. Se preguntó: ¿tendrá olor el fuego?

—Que… Que desde su omnipotencia fue testigo de tu abandono —retomó las improvisadas líneas de su ritual.

Formó un tembloroso círculo de sal alrededor de la vela. De una bolsa de tela amarillenta sacó una foto de esquinas arrugadas, la colocó dentro de la figura de sal a la que dejó caer una mezcla de flores y hojas secas.

—Por la mentira con la cual me llevaste a ti.

Introdujo un par de dedos en su entrepierna, para manchar la foto con la humedad de su sexo, justo en el rostro que se apreciaba en la imagen. Acercó esos dedos a su nariz y aspiró con fuerza, pero el resultado fue el mismo de siempre: un respiro de aire tibio carente de aroma.

—Qué tu llanto sea por culpa. Tu boca suplique perdón y por cada lágrima repitas mi nombre. —Su voz perdió fuerza debido a las lágrimas que llenaron su rostro, carraspeó, contuvo el aliento y lo dijo—: Begonia.

Puso la foto encima del fuego y este arremetió rápidamente contra el papel. Un aire frío golpeó su cuerpo, la vela se apagó al instante que la oscuridad se desplazó en el cuarto, sobreviviendo la tenue luz del camino de fuego que carcomía la foto.

—¿Es una señal? —dijo Begonia.

—¡Ay, chamaca! —respondió Felicia, que iluminaba sus pasos con una veladora—. Pues señal de que otra vez no cortaron la luz. —La mujer observó el reguero de cosas que conformaban el ritual de la joven—. ¿Qué estás haciendo con mi preparado de hierbas para cocinar?

—¿No es el de flor de naranjo que apenas hiciste para los amarres? 

—¡Chamaca mensa!, tú y tu inútil nariz. Tira esto y vete a tapar el altar.

Begonia observo por última vez, antes de que Felicia desechara el ritual, como había colocado para repetirlo en el siguiente intento. Enseguida se dirigió al corredor de la casa, abrió la puerta y quitó el cartel en el que se leía:

Limpias de susto. Cura mal de ojo.

Amarre al ser amado.

Loción contra malos aires.

Conozca su futuro con la baraja.

 

En la sala, cubrió con un trozo de terciopelo negro el altar que ocupaba la mayoría del espacio: una mesa repleta de huesos, ramas secas, imágenes de santos y cristos dolientes encima. En medio, la más destacable, la efigie de la muerte, una figura de casi dos metros de alto.

Los clientes aseguraban que esa imagen era la que dotaba de dones a Felicia. Aunque ella siempre afirmó que era sólo un instrumento de la Santísima para ayudar a quien lo necesitara. Sin embargo, para mantener el morbo de sus visitantes, en ocasiones, la mujer se colocaba frente a la cadavérica figura, extendía los brazos y los sacudía como si estuviera impregnada de pulgas, a la vez de exclamar inentendibles sonidos guturales.

—Por lo menos cambiaste la foto —dijo Felicia esa noche.

—¿El qué? —preguntó la joven, que sintió en su interior un pequeño soplo de fuego que se extendió hasta su rostro.

—Pues eso, chamaca. Que siempre haces tus oraciones con la foto descolorida de tu mamá, pero ahora tenías la foto de Lupe.

—Hoy vino la viuda de Don Abel…. Este… preguntó que para cuándo tendremos la loción contra las envidias. —dijo en un intento de desviar la conversación de Felicia sobre la foto.

Lupe era nieta del dueño de la miscelánea donde Begonia compraba maíz resquebrajado para las gallinas. Desde pequeña, Lupe se acostumbró a pasar las tardes en casa de Begonia y Felicia. Su amistad se forjó porque ambas llevaron el estigma de ser las huérfanas en la escuela. Los padres de Lupe murieron en un viaje a la ciudad. Mientras que Begonia, ella únicamente sabía que su madre la dejó encargada con Felicia en lo que iba a la feria de un pueblo cercano, pero ya no volvió. Conforme el tiempo transcurrió sus juegos infantiles y secretos se tornaron en una íntima complicidad.

La primera vez sucedió una tarde de domingo, que el aire frío y melancólico obligó a Felicia a irse a la cama antes de que la noche cayera. No sin antes ordenar a Begonia a quedarse en la sala por si alguien iba en busca de algún remedio.

—Que esa niña te ayude a barrer o quitar las telarañas que están encima del altar —ordenó Felicia.

Ya después, Lupe le dijo que cerrara porque de seguro ya nadie iría. Begonia aceptó y le propuso mostrarle su “escondite”.

La sala del altar era también de sala de espera, con sillas y bancos amontonados. Era habitual que las personas coincidieran con amigos, comadres o familia, con los que compartían las dolencias o preocupaciones que lo llevaron ahí. Sin embargo, no sospechaban la existencia de una falsa pared, ni a Begonia escondida detrás de esta, hecha ovillo, atenta a las conversaciones de la sala. Una estrecha puerta, cubierta por un retazo de tela negra, daba acceso a ese espacio oculto.

Cuando Lupe escuchó la importante encomienda de Begonia, empezó a reír y emocionada se adentró a ese muro falso. No sin prometerle a su amiga que nunca le diría a alguien ese secreto.

—Ni al padre Carmelo cuando tu abuelo te lleve a confesarte.

—Lo prometo —dijo Lupe, al momento que besó una cruz que hizo al sobreponer el dedo pulgar sobre el índice.

Lupe entró después de Begonia, ambas se acomodaron en el suelo, quedando sus cuerpos juntos.

—Escribo lo que escucho que dicen del otro lado. Felicia dice que anote todo, porque al final todo chisme es bueno. Luego le paso el papelito por este hoyo que da al cuarto donde se hacen las limpias, ¡mira! —En la pared había un pequeño agujero, pero con el espacio suficiente para pasar la información.

—Entonces Felicia no tiene poderes como tanto dicen en el pueblo —dijo Lupe sorprendida.

—¡Cállate, Lupe! —objetó Begonia—. Quedamos en que no dirás nada a nadie.

Ambas soltaron a reír, para después dejar que el silencio se acoplara entre los cuerpos. La respiración de Begonia se fue haciendo más profunda, su pecho oscilaba a un ritmo cada vez más intenso. Poco a poco su nariz empezó a notarlo. Conforme lo inhalaba, sus manos palpitaban y sintió una rara sensación entre sus piernas. La emoción y el sudor brotó de las sienes de Begonia, hasta que su amiga se dio cuenta.

—Y ahora tú, ¿qué te pasa? Te mueves como chivo que va al matadero.

Begonia no dijo nada. Acercó su rostro al cuello Lupe. Su nariz, como un pequeño animal salvaje en busca de su presa, el dulce que nacía del cabello de Lupe, de los pliegues entre la piel de su cuello. Era tan fuerte el impacto de ese perfume natural, que ella, negada del sentido del olfato, no tenía palabras para describirlo. Pensó que era como masticar al mismo tiempo pimienta, limón y caña de azúcar, o tal vez esa belleza de olor no se podría igualar a algo que ya existiera.

Continuó restregando su nariz en el cuello, orejas y mejillas de Lupe, ésta sólo atinó a reír, ese chillante sonido que, por primera vez, la emocionó de manera distinta. La nariz de Begonia aspiró con toda la fuerza que pudo. El aroma se extendió por sus sentidos, conciencia, instinto. En un instante sus manos ya eran una extensión ajena a su cuerpo.

Los dedos de Begonia se adentraron en los huecos de los botones de la blusa, estrujando la piel de sus nacientes pechos. La boca de Lupe no puso objeción cuando los labios de su amiga tocaron su piel. Sin importar que el calor era sofocante detrás del muro falso, dejaron que sus cuerpos se rindieran a un instinto irracional, de sonidos y sensaciones desconocidas, pero placenteras. Hasta que Lupe exhaló un ronco gemido y Begonia la acunó en sus brazos.

Esos encuentros fueron constantes y Begonia se sintió tan feliz que la espera de su madre dejó de doler en su corazón. Sin embargo, una noche Begonia notó algo raro en su amiga, cuando su rostro evadió el beso de despedida que siempre le daba.

Después empezaron los pretextos, que si tenía que ayudar a su abuelo con las cuentas de la tienda, que faltaba almidonar la ropa, que si los calambres en la panza por la sangre del mes; así hasta que Lupe llegó de improviso.

—No me avisaste que venías, sino le hubiera pedido a Felicia que cerrara antes.

—No, Begonia, no te molestes. —Los dedos de Lupe se revolvían en las palmas de sus manos. Begonia tomó con ternura aquellas manos sudorosas, haciéndola recordar cuando las yemas de sus dedos se arrugaban por la humedad de sus sexos—. Me voy a estudiar a la ciudad, mi abuelo ya habló con una de sus hermanas que vive allá, para que me reciba en su casa.

—¡Pero! ¿por qué? Tu dijiste una vez que te daba mucha flojera la escuela.

—Es orden de mi abuelo.

Begonia intentó abrazarla, aferrarse a ella, a ese aroma que ella sentía como propio. Porque era el único que había conocido en su existencia, el único que podía distinguir y que le daba la sensación de ser una persona normal aliviando esa sensación de vacío en su pecho. Lupe se zafó de sus brazos y se encaminó a la puerta, mientras Begonia sentía que sus músculos se volvían de piedra porque no respondieron a la orden de moverse y detenerla, antes de cruzar el umbral, la chica giró el rostro y dijo:

—Te pido que me perdones. Yo… yo… sí… pero… no sé… Te prometo que volveré.

De aquella despedida a la noche que Begonia estaba realizando el ritual ya habían pasado cerca de diez años. Ante sus ojos cayeron numerosas hojas de calendarios, días que llenó con la paciente espera, con las voces que se colaron al muro falso, con los rituales y oraciones de Felicia. Con las noches de Begonia acariciando el recuerdo del sexo de Lupe, mientras el dolor nació en los huesos de Felicia y la gente del pueblo se marchó, algunas de la mano de la muerte y otras por un anhelo de la vida en un mejor lugar.

Hasta el día que Guadalupe volvió. Engalanada de blanco para caminar por el pasillo de la iglesia a los ojos de Begonia, que desde ese día sus sentidos empezaron a silenciarse, sumergiéndola en una existencia inerte y marchita.

 

Las flores de esta ciudad no huelen a na’ ¿Por qué será? ¿Por qué será?

Rosalía

PARTE II. FELICIA

La verdad es que yo namás decidí quedarme con la chamaca, porque pensé que así se purgarían mis pecados más rápido. Y lo digo no sólo por mis falsas adivinaciones ni los menjurjes de agua, azúcar y hierbas que vendí. Lo digo por las veces, ¡tantas veces!, que me entrometí en la cama de los maridos de este pueblo, dejándolos a ellos satisfechos y a ellas, sus esposas, todas encorajinadas. Decían que yo les di brebajes para tenerlos embelesados por mí. Por eso, otras, a pesar de su enojo, venían conmigo, suplicando que les compartiera la receta del encantamiento para que sus hombres volvieran a quererlas.

Admito que no todo era menear las nalgas encima de ellos. Llegaban para desahogar, no solo el cuerpo, también el corazón. Sus preocupaciones, enojos, tristezas se quedaron impregnadas en las sábanas de mi cama. Ya después de que se iban, había que lavarlas con manzanilla y carbonato, de este modo quedaban limpias, suaves y en espera del siguiente cuerpo. Fue en mi cama que me enteré de muchos secretos que rondaban la vida del pueblo, a veces era más efectivo que el muro falso.

En esos años yo sabía que algunas de las cosas que hacía estaban mal, pero nunca se me pasó por la cabeza el arrepentimiento, el purgatorio o el infierno. Me ocupaba namás de disfrutar mi cuerpo, la firmeza de mis carnes, el calorcito de ese agujero entre mis piernas. Por eso me llevaba tan bien con Rosa.

Rosa gustaba de presumir que había nacido en una familia de flores. Su madre Margarita y su abuela Dalia fueron esposas de hombres que les aseguraron una vida sin preocupación por el dinero. Claro que Rosa disfrutó crecer entre esos lujos, lo que no le gustó fue acatarse a las órdenes de su padre, que exigía modestia y sumisión, para no manchar la honra de su apellido. Me contó que el capataz y ella estaban acariciándose en el catre de él cuando su padre los descubrió. A él le asentaron un par de golpes, a ella la sacaron de su casa.

Decía que ni por todo el dinero de su padre cambiaba el gusto de disfrutar la vida a su manera. Sabía hacerse querer por la gente, era amable, risueña; lástima que no pudo extender ese cariño para su propia hija.

Había pasado más de un año desde la última vez que la vi. Hasta ese día, a mitad de semana, me acuerdo rebien, porque no tenía clientes, escuché golpeteos en la mesa donde estaba mi Santísima.

—¿Y ahora tú? Donde te metiste. Pensé que ya te habían amortajado.

—¡Dios me libre! —dijo. Luego se persignó ante las imágenes de mi altar. Fue ahí que me fijé en el envoltorio que llevaba en brazos—.  Por eso vine, Feli, ¡ayúdame!

Me contó que la niña llevaba un par de días, así como aireada, durmiendo todo el tiempo sin querer comer. Por la apariencia flacucha y pálida de Rosa caí en cuenta de que no habían pasado los cuarenta días de que parió a la criatura. Yo no quería problemas, le dije que mejor la llevara con el doctor.

—¡Ay, mujer! Si supieras, nos ha ido re mal, no tenemos mucho dinero.

Yo pensé que se refería a ella y la criatura, cuando en eso se asoma. El Chino, como me lo presentó, un güero de rancho, ojo verde, de pelos ensortijados. El tipejo no dijo nada, pero hasta yo sentí el madrazo de la mirada que le echó a Rosa y algo le dijo entre dientes que no alcancé a oír.

—No seas, canija. Échame la mano, te juro que de este favor nunca me voy a olvidar.

No se me ocurrió más que hacerle una limpia a la chamaca. Con loción, ruda y huevos de gallina criolla. Rosa me observó todo el rato con la boca fruncida mientras hice la curación a su chamaca.

—Ay, Felicia, no vayas a pensar que soy encajosa. Pérame, te dejo en prenda mi cadena, ya sabes que es oro macizo y del antiguo. Era de mi abuela Dalia. ¡Aguántame con la mocosa!, en lo que mi Chino y yo nomás vamos a la feria de San Francisco. Ahí ya tiene arregladas unas apuestas y con eso te pago. ¡Hasta te doy alguito extra por cuidarme a la niña!

Sin darme chance de decirle sí o no, se quitó la cadena y la aventó junto a su chamaca, luego que agarra de la mano a su mentado Chino y se encaminan a la puerta.

—¡Oye! ¿Cómo se llama la criatura?

—¡¿Qué?! Sepa, pregúntale a ella —respondió, ampliando en una sonrisa sus labios resecos—.  Yo no he tenido tiempo de pensar en eso.

Ese fue el último día que la vi.

Pensé en dejar a la chamaca a su suerte, en el atrio de la iglesia o con el topil del pueblo, pero no tuve valor. No me arrepiento de habérmela quedado, por suerte la mayor parte del tiempo la chamaca era dócil y obediente. La llevé a bautizar, a regañadientes del padre, que bien sabía de mis andanzas con las curaciones y limpias, pero accedió a echarle el agua bendita en la frente. Dijo que la criatura no tenía la culpa de haber nacido de una piruja y quedar a cargo de una sacrílega.

Le puse Begonia para no perder la tradición de su familia.

Desde que la chamaca empezó a darse cuenta de las cosas le deje en claro que yo no era su mamá. Tampoco tuve el alma fría para decirle que su mamá la abandonó. En un principio le dije que la Rosa regresaría, que nomás fue por un encargo y que quizá se perdió entre los caminos, con eso de que el pueblo estaba cambiando. Ya más grandecita intenté convencerla de que a lo mejor la Rosa había tenido un accidente, pero la chamaca no me creyó, estaba segura de que su mamá tenía que volver por ella y por la cadena que colgaba de su cuello. Las cosas empeoraron cuando encontró entre mi ropa la única foto que Rosa y yo nos tomamos.

—¡Mira, es mi mamá! —gritó emocionada.

—¡Ay, chamaca! ¿Por qué andas revolviendo mis cosas? y ¿por qué dices que esa señora es tu mamá?

—Pues porque lo sé, lo siento.

Por más que le dije que me devolviera la foto no quiso, al final se la dejé, pensé en lo que dicen, que la sangre llama.

Para acabarla de chingar, la niña tenía una enfermedad rara, no podía oler, quién sabe qué mal era eso. Una noche que regresé, luego de andar unos días con unos encargos en el pueblo de junto, la casa apestaba a animal muerto.

—¡Órale! ¿Qué no distingues esa pinche pestilencia?

Nos habían ido a tirar a la azotea un par de gatos negros, ya todos podridos. Begonia, bien tranquila, me dijo que no había olido nada.

Intenté curarla, así como se cura el espanto, no funcionó; también le embarré en la nariz todas las hierbas de olor que conocía, tampoco. Como la chamaca andaba despreocupada de su propio mal, al poco rato me rendí en los intentos de sanarla.

Begonia crecía, más que callada siempre andaba ausente, metida en sus pensamientos. No sé qué era peor, si la necesidad, necedad o tristeza por esperar a la mujer de la foto. Otras veces se ponía como espantada, mirando por largos ratotes las flamas de fuego de las veladoras del altar. En su carita se reflejaba el brillo de la lumbre. Una vez me dijo que rezaba para que su mamá volviera, que cuando eso pasara entonces se curaría de su mal. Conforme creció dejó de decir esto, a lo mejor se resignó a que la había abandonado.

Me daba pena verla así, yo sé que los dolores del corazón casi no tienen cura, por eso nunca la trate feo. Era lista, aunque la nariz no le servía, su oído era muy abusado. Luego luego distinguía las voces de la calle: “Ahí viene doña Carmela, arrastrando su bastón. El perro de la iglesia anda aullando”.

Por eso se me ocurrió poner el muro falso en la sala y meterla ahí. Primero dijo que no. Porque estaba muy apretado y oscuro, yo le dije que la que no trabaja no come.

A regañadientes se metió, al principio. Después cuando Lupe la acompañaba pasaban largo rato ahí las dos metidas. Tampoco la regañé, yo digo que con eso calmó su necesidad de cariño de mujer, ese que le faltó de su mamá. En el tiempo de sus andanzas con Lupe dejó de rezar por Rosa, hasta le funcionó la nariz. Para su mala suerte, poco le duró el gusto, porque la mensa de Lupe se fue.

A Begonia se le amontonaron en el pecho las esperanzas y se le salían en forma de oraciones y embrujos para que volvieran, ya ni le importaba quien, si su madre o la Lupe. A mí, los años se me amontonaron en los huesos. Las rodillas se me hicieron bolas, los dedos de las manos se me torcieron y la espalda se me encorvó. Begonia me dijo que fuera a la clínica del pueblo, pero las pastillitas que me dieron no me sirvieron y traté de aliviarme con mis propios remedios.

Así pasaron más años, tantos que perdí la noción, entre dolor de huesos, hierbas, remedios, el llanto silencioso de la espera de Begonia, hasta que empezaron los sueños.

—Chamaca, ya no sé qué pensar. Tuve un sueño muy raro. Hasta amanecí con dolor de panza.

—¿Te agarró la pesadilla?

—No fue un mal sueño. Primero pensé que no estaba soñando, porque me sentí así, igualito que cuando uno anda despierto. Abrí los ojos y que lo veo, paradito frente a mi cama. Quise gritarte, para que avisaras al topil de que se nos metió un ratero, ahí me di cuenta de que era un sueño.

—¿Quién estaba parado frente a ti?

—La mera Santa, niña, la Santa Muerte. —Begonia empezó a reír. Ya sabía yo que no me creería.

—¿La de la túnica roja? ¿Como la que tenemos en el altar?

—No, Begonia. No es ella, es él. Un señor así bien vestido. De camisa, saco y hasta bien planchado su pantalón. Me dijo “Buenas noches, Felicia”. —Aquí la chamaca ya no se aguantó la risa, pero la ignoré y seguí contándole—. Le pregunté que quién era y qué chingaos quería, me dijo que era la muerte. Yo pensé, dentro del sueño, bendito Dios, ya me toca irme. Esta vejez de huesos adoloridos no puede llamarse vida. Pero ¿qué crees que me dijo?

—Sepa —respondió Begonia.

—¡Que no!! Vino a avisar que mi hora nunca llegará. Mi plegaria de muerte será eterna.

La chamaca volteó los ojos, seguramente pensó que aparte de los dolores, ya me había enfermado de locura. Traté de olvidar ese raro sueño. Confiar en la ley de la vida, que todos nos vamos a morir.

Pero el tiempo pasaba, el dolor se metía más fuerte en todito mi cuerpo. Era yo como el ramaje seco de los árboles, que al menor soplo del viento ya se rompen. Hasta llorar era un martirio. Namás en mis sueños podía dar rienda al llanto, hincada de rodillas, suplicando a ese señor, ¡A la Muerte!, que me llevara. Su respuesta era la misma: “¡No! La vida fue tu deleite. Ahora es tu castigo”.

Ya las lociones y hierbas no me hacían efecto en mi cuerpo. Mi única esperanza era rezar antes de dormir, para que mis ojos no vieran la luz del nuevo día. Maldije tantos amaneceres que me arrancaban de mis sueños para regresarme el tormento de la vida.

La noción del tiempo y de mi realidad se hizo cada vez más borrosa. Un día vi a Begonia, ya no era la chamaca flaca que recordaba, sino una mujer. Al mirarla entre las lagañas de mis ojos, me recordó a su madre, así de caderas amplias. Ella no me dijo nada, sólo me devolvió una mirada que no sabía ocultar la tristeza.

—Ay, chamaca. No dudo que los hombres anden detrás de ti. Date al que te guste, ya verás que se siente bonito dejarse querer por uno. —No decía nada, solo fruncía los labios —. Ya no van a volver.

—¿Quienes?

—Tú sabes a quiénes me refiero.

—¿Tú qué sabes de cumplir promesas?

—Por eso, niña. Sé mucho, más de lo que imaginas. Ya no te acuerdas a cuánta gente le prometí que con mis remedios se iban a aliviar, mejor ellos ya se murieron, y yo acá.

Pero la chamaca ya no me escuchó, porque salió refunfuñando del cuarto.

Yo seguía viva, postrada con mi dolor y suplicando a la muerte, mientras la mirada de Begonia suspendida en esa espera. Hasta una tarde, que entró a mi cuarto gritando.

—¡Regresó, Felicia! ¡Ella cumplió!

Begonia me contó que por más que le atajaron el velo de novia, las greñas se le desordenaron antes de entrar a la iglesia. A eso namás volvió a desmadrarle la vida a Begonia y casarse, su marido tenía negocios en la ciudad y luego de dos días de fiestas se fueron.

El tiempo arrejuntó la soledad, el silencio y la oscuridad en la casa. A veces el miedo me invadía de pensar que Begonia se había ido. A veces no respondía cuando la llamaba, a lo mejor no escuchaba porque mi voz era un susurro expulsado por mi cuerpo marchito, pero cuando el olor de los inciensos que prendía, llegaba a mi cama sabía que ella seguía ahí.

Un día, ya mis ojos apenas podían distinguir un destello de luz, escuché los pasos de Begonia, subir y bajar por la casa, hasta que llegaron a mi cuarto. Una figura enflaquecida y un poco encorvada se paró frente a mí.

—¿Begonia?

—¿No estás cansada de esperar?

Su voz había perdido la calidez de su juventud. Ella se acercó y pude ver su cabeza repleta de canas. Sin decirme nada más, distinguí que caminó alrededor de mi cama, dejando caer hierbas y hojas secas, que crujían a cada paso de ella.

—¿Qué te sucedió, chamaca?

—¿No estás cansada de esperar? —Un destello de fuego iluminó su rostro. Begonia sonreía.

—¡Pérate, chamaca!

—Al solemne poder del fuego pido ayuda para este ritual… —Begonia se quitó la cadena que llevaba alrededor el cuello—. Que desde su omnipotencia fue testigo de tu abandono. —Arrojó la cadena al suelo, cerca de las llamas que empezaban a crecer.

Mi nariz se llenó de humo pesado y las pocas partes de mi cuerpo que aún estaban completas empezaron a sentir calor. Ella no hizo más que contemplar las llamas carcomiendo con lentitud las cosas que guardaban los recuerdos de nuestra vida.

No tuve fuerzas para suplicar ante el dolor, pero me sentí aliviada cuando la mano de Begonia sujetó los dedos secos que eran mi mano.

El sublime fuego nos brindó la libertad que tanto buscábamos, Begonia liberó su alma de la espera y yo me despojé del sufrimiento de la vida.

 


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