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Lucia Hernández Dircio: La justicia que no llega para ella y miles de mujeres más


 

Por: Diana Itzel Hernández Hernández / Licenciada en Ciencias de la Comunicación 

Han transcurrido más de seis años de que perdiera al ser más sublime que me diera vida, mi mamá, Lucía Hernández Dircio, originaria de Ajacayan, municipio de Chilapa de Álvarez, Guerrero. Tristemente mi mamá es una de tantas mujeres que a diario pierden la vida a merced de la violencia que desde hace varios años azota a pueblos y comunidades de Guerrero.

Mi mamá fue una gran mujer que siempre tenía toda la intención de ser mejor cada día, y volar tan alto para alcanzar sus sueños. Luci o güera, como cariñosamente le llamaban, fue la única hija en una familia de 10 hermanos. Creció en el campo y desde pequeña destacó por su inteligencia. Pudo estudiar la primaria, pero desgraciadamente por la pobreza y marginación migró a la cabecera municipal de Chilapa. Su sueño era ser maestra de danza o de biología. Desde pequeña su mamá le enseñó los quehaceres del hogar, lavar, planchar, cocinar, hacer tortillas con niño cargando en la espalda, pues había que alimentar a los hombres de la casa que salían a trabajar para llevar comida al hogar.

Luci no sucumbió ante esos obstáculos de la vida cotidiana. El hambre azotaba en la familia. Por eso tuvo que salir trabajar a Chilapa, haciendo limpieza de hogar, mandados en sus horas libres, para ayudar a su mamá. No entendía por qué eran pobres y por qué muchos vivían en la misma situación. Su vida cambió cuando inició a trabajar con una señora que hacía bolsas de palma, llegó a pedir trabajo y aprender. La señora la aceptó y por su constante disciplina aprendió muy rápido y enseñó a sus demás hermanitos a trabajar la bolsa. Con el fruto de su trabajo y la ayuda de sus hermanos aportaban el dinero que ganaban para comer y vestir, toda la ropa era en pagos.

Aprendió a ser responsable desde muy pequeña. Su valor para prepararse no lo abandonó. Aún recuerdo que cuando mientras sus hijos estudiábamos la universidad, ella terminó satisfactoriamente su prepa abierta.

En 1981 conoció a mi papá Ranferi Hernández. Con el tiempo realizaron una familia que duró hasta el último día. Mi mamá, Luci, era una mujer muy exigente consigo misma, siempre luchó con todas sus fuerzas por dar lo mejor para su familia.

En 1995, cuando sucedió la matanza de Aguas Blancas, orquestada desde el poder, donde mi mamá luchó junto a mi padre para que no hubiera más injusticia. Sin embargo, mi familia fuera perseguida política por defender los derechos de las víctimas y sobrevivientes de ese acto cruel y vil. Lucía debió tomar una decisión muy difícil, la más compleja sin lugar a dudas: irse de México con su familia, como exiliada en septiembre 1997. Este breve momento en la historia me hace recordar lo que tantas mujeres estamos dispuestas a sacrificar, nuestra vida cotidiana, y romper con los paradigmas que nos impone el sistema económico capitalista patriarcal y machista.

No recuerdo haberle preguntado a mi mamá como le hacía sentirse fuera de su México querido, pues dejar tu casa, tus costumbres, tu familia, tu trabajo, no es algo tan fácil de asimilar. Y todavía el sacrificio de adaptarse a una vida completamente distinta, pensando en las montañas. Aprender un nuevo idioma y trabajar quizá no era tan complicado como volver a sonreír y ser feliz. Estaba todavía lejos de comprender que esto nos había rebasado y que el devenir era incierto.

En esos cuatro años de destierro en Francia, el activismo tuvo su razón de ser, en una actividad donde casualmente nos encontramos a Porfirio Muñoz Ledo. Era una manifestación en Bélgica y ahí toda la familia se acostó con sábanas blancas por los asesinados en Colombia, y al término de la manifestación mi mamá participó en un evento cívico, bailando al son de música mexicana. Todos quedaron impactados y contentos de su danza, mostrando su rabia lejos de su matria.  De carácter fuerte nunca se doblegaba por nada, eso la convirtió en una mujer increíble. Una mujer que buscaba esperanzas entre las tempestades de la violencia del Estado.

El 14 de octubre del año 2017 ocurrió la desgracia más grande en la familia. Ese día, un grupo armado se atrevió a tocar a mi madre, a mi abuelita – mamá de mi mamá -, a mi papá y a su ahijado. Los detuvieron y los privaron de su libertad para después asesinarlos. Tanta fue la saña que incineraron la camioneta con los cuerpos dentro.

Cada vez que recuerdo mis lágrimas ruedan por el dolor y la impotencia ante la violencia. Lucía Hernández, mi mamá, fue víctima de feminicidio, de un crimen político y de Estado. No hay estado de derecho en un país supuestamente democrático. No hay nada, sólo el vacío de las autoridades que en lugar de castigar a los responsables los consienten.

¿Cuál fue el delito de mi mamá y mi abuela para terminar así? ¿Por qué tanta saña y odio? ¿Qué esperan las instituciones para hacer justicia? ¿Cuál es el precio?

La vida de ella se esfumó en un abrir y cerrar de ojos, y esa fue una parte de su vida.  Con los días pienso en la impunidad rampante que existen en todas las esferas de la vida. Las autoridades son de papel. Hay una normalización de la violencia, pasan los asesinatos, masacres, desapariciones, feminicidios, como hechos sin relevancia. En ese trance la vida me puso a prueba porque reaccionaba de una forma, sabiendo que ya nada será igual, después de perder a mi mamá, hermana, tía, abuelita, amiga, de una forma cruel, no hay nada que llene ese vacío en el alma y el corazón. Aprendes a vivir con el dolor a cuestas. Viviendo con temor. Caminar con intranquilidad. A saber, que no puedes confiar en nadie porque en cualquier momento puedes ser la próxima…

Por eso a veces me refugio en la música de protesta que compartían mi mamá, papá y abuela porque era una forma para romper ese sistema criminal, donde identificas que hay muchas y muchos anhelando una vida en libertad y justicia, tal como la frase de la cantante Soledad Pastorutti de su canción «Compadre que tiene el vino»: «La parra chupa del suelo tanta sangre fraternal que hay en la tierra vertida que clama al cielo y está juntándose, desde siglos, buscando hacerse escuchar».

Esto conlleva a centrar el punto de atención, las razones por las que alrededor de todo el mundo las mujeres son violentadas, por qué falta al acceso oportuno de garantías que protejan la vida, sea de mujeres, de hombres, de adultos mayores y de la niñez.

El recrudecimiento de la misma deriva principalmente de la omisión de las autoridades competentes y porque no existen estrategias que se implementen para la contención de la violencia. Ya ni siquiera pensar en la erradicación si hay un sistema disfuncional.

Para culminar, les comparto el extracto del poeta Juan Gelman, con quien coincido plenamente con el discurso que dio en la entrega del Premio Cervantes 2007 frente a las autoridades reales y jurado: «… Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas. Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado… «

La historia de mi mamá es la de muchas mujeres. El gobierno mexicano tiene una gran deuda con las mujeres, pero también con su pueblo, con la justicia social. Tenemos que transitar de una justicia y verdad de a mentiritas a una real, que busque más que administrar el acceso a la justicia. La verdad, ¿hasta cuándo habrá verdad y justicia?

 

 

 

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